En su libro Centurias of Childhood, P. Aries
nos enseña que la escuela como materia
obligatoria y universal es asunto de
aparición muy reciente y, que la
adolescencia, en su incepción, está ligada a
su propagación, como requerimiento político/educacional
(más político que educacional) por todo el
mundo --- sea éste civilizado o no.
El difunto senador Norteamericano Abraham
Ribicoff afirmó que: “Una nación puede
juzgarse por la educación que provee a sus
hijos…” (Véase mi artículo: Los Economistas
en los Gobiernos Sudamericanos en
monografías.com).
Como, no sólo compartimos esas creencias,
por el ilustre senador enunciadas, en esta
lección combinamos dos temas de importancia
relacionadas ambas con la educación:
Los padres, los hijos y la escuela:
Situaciones conflictivas
Dr. Félix E. F. Larocca
En un momento en que diversas organizaciones
internacionales hacen esfuerzos para que el
mundo se sensibilice sobre el problema de la
explotación que sufren 250 millones de niños
en el mundo, parece poco oportuno
reflexionar sobre la explotación que ejercen
los hijos sobre los padres en nuestra
sociedad occidental. Pero esta tiranía de
los hijos está ahí y merece un somero
análisis. Muchos niños abusan de sus padres,
y esta situación no es fruto de la
casualidad. Aprenden, desde la más tierna
infancia, a mandar.
El “rey de la casa” tantea desde la cuna
cómo atraer, controlar y subyugar a los
adultos. Después, con los primeros pasos, al
dominar más espacio vital, establece las
fronteras de su poder, hasta dónde su padre
o madre le permiten actuar. Más tarde, con
tres o cuatro años, aparecen las primeras
rebeldías --- la “edad de la primera
obstinación, los famosos “terribles dos…” ---,
se desencadenarán fuertes tensiones, en
forma de rabietas, terquedad y pataleos.
Todo ello con la finalidad de mantener su
estatus, de seguir mandando y conseguir sus
propósitos. Y la “madre de todas las
batallas” se librará al comenzar la pubertad
y durará hasta... vaya uno a saber. Depende
de muchos factores. Y de la propia evolución
de jóvenes y padres, ya que cada vez los
hijos se emancipan más tardíamente.
¿Por qué ganan siempre los hijos?
La primera pregunta a hacernos es por qué
esta lucha por el poder entre padres e hijos
la ganan casi siempre los hijos.
Probablemente, el argumento principal son
los padres permisivos, temerosos de frustrar
al hijo, de “crearle traumas”. Son, además,
numerosos los padres y madres con pocas
ganas de complicarse la vida, cuidando a sus
hijos.
Hay muchas rabietas infantiles que se
desarrollan en escenarios públicos y ante
personas ajenas a la familia; el niño sabe
que tiene todas las de ganar porque es
consciente de que sus padres tienen miedo a
“pasar vergüenzas en público”. Prefiriendo
no ejercer su autoridad si ello implica
aparentar autoritarismo o violencia, crear
desazón en los niños, o la necesidad de
prolijas explicaciones. Las concesiones se
hacen por diversas razones. No es la menos
importante la del afán de que al niño no le
falte nunca nada, nacido con frecuencia en
las insatisfacciones (materiales y de afecto)
que los hoy padres sufrimos en nuestra
infancia.
Padecemos un síndrome, una necesidad de
compensar nuestro pasado que satisfacemos
dando al niño todo lo que no tuvimos. Los
hijos únicos, hace tan sólo una generación,
eran cosa rara, mientras que hoy constituyen
casi la norma. Así, las atenciones que hoy
reciben los hijos, por pura aritmética, son
mucho mayores que las que tuvieron quienes
hoy son progenitores.
Hijos desmotivados y perezosos:
Es lo normal
Los pequeños captan nítidamente la debilidad
de sus padres y se aprovechan de esta para
salirse con la suya y explotarles. Los
perjuicios de esta actitud tan
condescendiente son muchos y graves. En la
medida en que las condiciones sociales y
económicas han mejorado y aumenta el número
de necesidades satisfechas, desciende el
índice de motivación. No nos extrañemos que
uno de los principales frenos a la
emancipación juvenil sea precisamente la
pereza, la falta de alicientes y de
autonomía personal en la toma de decisiones
de que adolecen algunos jóvenes. Si les
acostumbramos a dárselo todo hecho, a pensar
por ellos en las circunstancias
problemáticas, no es razonable pedirles que
maduren. El exceso de protección paternal en
la infancia y adolescencia es uno de los
motivos más frecuentes de desórdenes
psicológicos cuando se alcanza la treintena,
no hay más que oír a psicólogos y
psiquiatras. (Véase mi artículo:
Adolescencia: Quo Vadis?).
Hoy, por el otro lado, resulta difícil hacer
un regalo a un niño porque se comprueba ---
a veces con satisfacción --- que “tiene de
todo”. El sentido del esfuerzo, la
motivación por el éxito y el espíritu de
sacrificio para conseguir las metas, que son
valores que tradicionalmente empujan a las
sociedades o ambientes humanos con
necesidades apremiantes, desaparecen cuando
el consumo se convierte en simbólico. Cuando
lo que importa no es satisfacer necesidades,
sino estar a la altura de lo que creemos que
nos demanda nuestro tipo de vida y estatus
social.
Llegan las notas escolares
Los niños que han aprendido a conseguirlo
casi todo sin más esfuerzo que pedirlo
coquetamente, o exigirlo, a su padres, están
desmotivados, y su capacidad de esfuerzo muy
probablemente (y, no lo olvidemos, su
autoestima) es, o será en un futuro, mínima.
Y el fruto de estas (inicialmente
confortables) relaciones con los hijos, lo
recogen los adultos en circunstancias muy
concretas en las que se esperan los
resultados del esfuerzo: ¿“cómo no van a
responder, después del esfuerzo que hacemos
para darles todo lo que nos piden”? de sus
hijos.
Son momentos puntuales, como las notas de
fin de curso. Es entonces cuando deseamos
que nuestros hijos sean más sacrificados,
menos vagos, que tengan más ilusión por
destacar, por cumplir con lo que se les
exige: al menos, pasar de curso --- ¡Qué! ¿Pasar
de curso? Mamá estás loca ---. Que sean más
más responsables. Como si el
espíritu de sacrificio y la madurez fueran
algo genético. Pero siempre se puede hacer
algo. Y recordemos que nos lo agradecerán.
Porque, con negativas que hoy les parecen
crueles e infundadas, les estamos ayudando a
desenvolverse por sí mismos. Y ese el mejor
regalo que los padres pueden hacer a sus
hijos.
Camino a la autonomía juvenil
• En cada actuación como padre o madre,
piense que trabaja a largo plazo. No intente
solucionar la situación sólo para ese
momento. La educación es tarea ardua,
compleja y llena de hoyos. Y los resultados
se recogen a medio y largo plazo, no antes.
• No tema frustrar al niño. Para madurar,
deben aprender a convivir con el “no”. Si
somos ponderados, explicativos y coherentes
en las negativas, no hay mejor escuela para
que progresen. (Véase mi artículo: Los
adolescentes pueden decir “No” al curioso en
monografías.com).
• Antes de una concesión, piense si no lo
hace por evitar los problemas que supondría
adoptar la posición que en su fuero interno
ve como conveniente.
• No eluda el conflicto. Es mejor decir que
‘no’ ahora, y no sufrir en un futuro las
consecuencias de haber sido flojo.
• Motívese. Ser buen padre cuesta lo suyo.
Aprenda a resistir las presiones sociales (amigos,
abuelos, TV...) Reflexione con su pareja,
tenga y mantenga sus propios criterios en
educación. Y sígalos, pero escuchando las
sugerencias de ellos.
• La austeridad excesiva puede ser
contraproducente. Sea generoso con sus hijos,
pero proporcionadamente, de manera repartida.
Premie el esfuerzo, la responsabilidad.
• Cuando se oponga a un capricho de sus
hijos, mantenga la serenidad. Si se altera
emocionalmente, pensarán que se lo niega
porque está enfadado. Y que no tiene razón.
• Deje que sus hijos conquisten gradualmente
sus cuotas de libertad. Pero sin perder
información y control sobre qué hace, a
dónde va, qué le gusta hacer y con quién se
relaciona.
En resumen
Nunca antes ha vivido, con preocupación,
nuestra sociedad, la muerte de la unión
matrimonial.
Por habernos casado, sin tener la intención
de crecer, ni el deseo de abandonar nuestras
vidas hedonísticas, los matrimonios que así
empezáramos terminarían mal.
Para compensar, y por remordimientos,
ofrecemos a nuestros hijos cosas materiales,
donde el cariño, el ejemplo y la enseñanza
se esperaban --- así creamos nuestros
monstruos en residencia, monstruos que
vivirán vidas tan vacías como quienes los
trajeron al mundo.
Quizás Shelley, cuando concibiera a
Frankenstein, estaba pensando en nosotros.
Prosiguiendo con este tema…
Educar con el ejemplo, lo más eficaz
Dr. Félix E. F. Larocca
Sociólogos y otros estudiosos de las
relaciones humanas han sonado la voz de
alarma: el deterioro en la convivencia
social que distancia a algunos padres de sus
hijos y a los educadores de sus alumnos, y
que, en su peor versión, llena las páginas
de los noticieros, tiene mucho que ver con
el hecho de que las últimas dos generaciones
han transformado parte de un sistema de
valores que parecía asumido, o percibido
como positivo, en sociedades desarrolladas.
Rave
La incontenible violencia machista, los
conflictos entre padres e hijos y entre
éstos y sus profesores, el culto que rinden
a la violencia ciertos sectores juveniles,
el nuevo fenómeno de adolescentes
descontrolados durante fines de semana, o en
la Semana Santa en los balnearios más
plushes; llenos de drogas y alcohol, el
creciente fracaso escolar y la consiguiente
desmotivación de chicos y chicas, la
competitividad inhumana en algunas empresas...
son manifestaciones de una problemática que
tiene muchas y complejas causas, una de las
cuales podría ser la quiebra de algunos
valores universales despreciados por su olor
a viejo o poco moderno, como el respeto a
las personas mayores, el cuidado con las
cosas que son de todos o la cultura del
esfuerzo como medio para el progreso
material y personal.
En otras palabras, que, en nuestra cultura,
para muchos de nuestros hijos, el esfuerzo y
el trabajo son asuntos que no les atañen, ya
que esperan que todo les sea otorgado sin
ningún esfuerzo de su parte.
Más de un sociólogo y psicopedagogo comienza
a requerirlos, aun a costa de cargar con una
imagen negativa de reaccionario o contrario
a la moda y a los valores en boga, como el
individualismo, la satisfacción inmediata de
cualquier deseo o la diversión a toda costa.
Parte de nuestra sociedad parece solicitar
que quienes tenemos responsabilidades, entre
otros: padres, educadores y medios de
comunicación, rescatemos esos valores "de
siempre" que promueven la vida en sociedad y
dotan de un sentido humano, cívico (¡qué
palabra tan aparentemente arcaica y sin
embargo tan plena de significado hoy mismo!)
y solidario a nuestras vidas.
Crack
Los valores nos hacen más humanos y más
libres
Tengamos presente que la escala de valores y
creencias de cada persona es la que
determina su forma de pensar y su
comportamiento. La carencia de un sistema de
valores definido y compartido por la mayoría
de la población instala al sujeto,
especialmente al menos maduro, en la
indefinición e indefensión y en un vacío
existencial que le deja dependiente de otros
y de los criterios de conducta y modas más
insólitos. Por el contrario, los valores
asumidos como cultura, como lo que
compartimos con los seres humanos que nos
rodean y con todos en general, nos ayudan a
saber quiénes somos, hacia dónde vamos, qué
queremos y qué medios o herramientas nos
pueden conducir al logro fundamental de
nuestra existencia: el bienestar emocional,
uno de los elementos esenciales de eso que
denominamos calidad de vida. (Véase mi
artículo: La ley Natural)
Estos valores no dependen de los tiempos ni
de las coyunturas, porque nada tiene que ver
con el sistema económico o político vigente
ni con las circunstancias concretas o modas
del momento. Son intemporales, humanos y
estimulantes de la sociabilidad y del
equilibrio en la relación entre las personas
que resultan. Están por encima de las
circunstancias, por su sólida vinculación
con la dignidad de la persona. Y porque
promulgan el respeto a las opiniones y
necesidades de los demás. Son valores del
ego, que no puede desarrollarse si no se
vive en libertad y en coherencia con unos
principios íntimamente relacionados con la
responsabilidad de entender que todos somos
seres humanos, con nuestra dignidad,
nuestras necesidades, nuestros gustos y
nuestra propia emotividad. Iguales en
nuestra diferencia, en suma.
La Declaración Universal sobre Derechos
Humanos de la ONU reconoce al hombre como
portador de valores eternos, que siempre han
de ser respetados. Estos valores,
reconocidos por todos, sientan las bases de
un diálogo universal y pueden servirnos de
guía: al individuo, para su autorrealización;
y a la humanidad, para una convivencia en
paz y armonía.
Enseñar con el ejemplo
En las últimas décadas han preponderado,
quizá como reacción a anteriores
planteamientos más coercitivos que
dialogantes, unas posturas pedagógicas más
permisivas y abiertas, basadas en el dejar
hacer y en el principio de no coacción a la
espontaneidad de la persona. Esto se ha
percibido especialmente en las relaciones
entre padres e hijos y entre estos y sus
profesores. Hay muchas causas sociales,
políticas e incluso económicas (la mujer se
incorpora al trabajo remunerado y los padres
apenas tienen tiempo para ver, y mucho menos
para educar, a sus hijos) que explican esta
evolución, pero no nos detengamos ahí. La
sensación que prima en algunos padres y
educadores es que la experiencia aperturista
no ha sido del todo positiva. A los
adolescentes les cuesta reconocer la
autoridad moral de padres y educadores y los
problemas de convivencia se manifiestan en
muchas familias. Son demasiados los jóvenes
(y mayores, por supuesto) que se comportan
ignorando los más elementales principios de
solidaridad y de respeto a los demás.
De un seco y frío autoritarismo, poco
proclive a las explicaciones y menos aún a
escuchar al niño o joven, hemos pasado a una
permisividad del "todo vale" y se estima que
quizá tardemos toda una generación en
recuperar la autoridad dialogante, una
autoridad que fija y marca límites justos,
razonables y negociables, necesarios para el
aprendizaje de la libertad personal y de la
convivencia social. Necesitamos una vuelta
de tuerca. Si no se discute que es difícil
educar en valores cuando se mantiene una
actitud controladora y represiva, cada día
está más claro que no es más sencillo
conseguirlo desde la tolerancia casi sin
límites que parece reinar hoy en muchos
hogares. No son pocos los padres y
educadores, y en general que temen
contrariar a los jóvenes, aunque la razón
les asista.
Ahora bien, no se trata de auto
culpabilizarnos, ni de culpar a nadie de por
qué y cómo hemos llegado donde estamos, si
no de que cada uno, como parte implicada,
asumamos la cuota de responsabilidad que nos
corresponde en la educación en esos valores.
Pero sólo en la medida en que vivamos los
valores que queremos trasmitir conseguiremos
el objetivo. Porque educar es,
fundamentalmente, comunicar a través del
ejemplo, trasmitir actitudes y
comportamientos. El sermonear pasó, y muy
justamente, de moda. No olvidemos nunca que
ante los educandos somos sus modelos.
No caigamos en la Trampa del Padre Ross, que
nos aconsejaba de niños: “Haz lo que yo digo
y no lo que yo hago…”
Los valores más importantes:
1) Respetar a las personas mayores: lo hemos
vivido casi como una imposición "por ser el
padre o madre, abuelo o abuela"; cambiemos
esa obediencia ciega por el sincero respeto
hacia quienes, con una vida de esfuerzos,
nos han trasmitido la próspera sociedad que
disfrutamos.
2) Honrar a los educadores: volver a
revestirles de la dignidad y acato que su
profesión merece y aceptar su autoridad. Y
trasmitirlo a niños, jóvenes y adultos. Es
imprescindible.
3) Solidaridad con los débiles (y no sólo
con los marginados) que nos rodean.
4) Respeto a los bienes y servicios públicos:
educar en la máxima "esto es de todos y
hemos de velar porque se encuentre en buen
estado" y en la obligación de cuidar, como
nuestro, el patrimonio común. Algo que
gobiernos ignoran --- especialmente el
norteamericano y el nuestro.
5) No dejarnos llevar por el consumismo.
Nada tiene de malo el bienestar material,
pero intentemos ser consumidores conscientes
e informados, y controlar la ansiedad de
comprar por comprar. Sólo conduce a la
frustración, al deterioro ecológico y a
otros disgustos más prosaicos.
6) Aprender a escuchar: de forma
incondicional (sin juicios ni prejuicios),
activa y empática, comunicando de verdad con
el interlocutor e intentando ponernos en su
sandalia.
7) Aprender a esperar, a respetar el turno.
Superar la ansiedad de ser el primero, de
conseguirlo todo a la primera y rápidamente.
Los demás también esperan.
8) Aprender a perder, a fallar, a asumir el
fracaso como proceso básico de todo
aprendizaje de crecimiento personal. Un "no"
hay que saber asumirlo sin dramas. Tendremos
que oír muchos en nuestra vida.
9) Desarrollar el sentido de responsabilidad,
potenciar la cultura del esfuerzo.
Organización, puntualidad, empeño por hacer
bien las cosas... son planteamientos muy
positivos.
10) Potenciar la autoestima, cuidar de
nosotros mismos. Aceptación, valoración y
reconocimiento hacia uno mismo.
Enseñar por precepto, es la única forma de
enseñar…
Bibliografía
Suministrada por solicitud.
Un
Agradecimiento muy especial al
Dr. Félix E. F. Larocca
por su
colaboración con este portal y sobretodo
por el contenido tan bien realizado
esperamos sea de gran ayuda a la
juventud de Hispanoamerica .
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